El rey Amargus II no podía dormir. El insomnio le había arrebatado casi por completo la lucidez necesaria para gobernar su reino con justicia y prosperidad.
Ese desvelo era la consecuencia de sus gestas heroicas. Había obtenido su invicto en centenares de batallas librando todas las ofensivas en noches de tenebrosa oscuridad.
Algunos que lo vieron tan despierto y activo en el campo de batalla, bajo el telón de la noche, aseguraban que no era mortal, sino un vampiro. Un Nosferatu que gobernaría hasta la eternidad. Ante esa superstición, los gobiernos extranjeros pactaban su adhesión voluntaria al soberano, preferían capitular antes de ser vencidos en una cruel y somnolienta guerra. Así, consiguió que todos los continentes dependieran de su feudo.
Habiendo alcanzado semejante hazaña sin precedentes, Amargus II intentó recuperar el sueño perdido por años, pero ya era tarde. Esa función biológica había desaparecido de su organismo.
No habiendo más causas por las que luchar, ni sueño que rescatar, dedicó su insomnio a velar por la seguridad nocturna de su extenso reino. Por decreto real, el ejército conquistador fue reformado en cuatro divisiones de celadores nocturnos desplegados en los cuatro puntos cardinales, al mando del general Pantaletus, un aguerrido –pero ignorante– militar.
Una angustiada consorte real, Cupela I, mandaba traer de tierras lejanas –donde los volcanes crecían como flores– pócimas somníferas con poderes ansiolíticos e hipnóticos para que domaran esa terca vigilia que padecía el rey. Ninguna dio los efectos deseados.
Mientras hallaba solución para que su marido volviera a dormir, ordenó al cardenal Hipocritus que todos los obispos, sacerdotes y hasta los párvulos monaguillos se enclaustraran en sus templos, para que oraran sin descanso por la salud del monarca.
Cupela I tenía razón en sus preocupaciones. Trasnochado y ojeroso, el rey Amargus II empezaba a firmar decretos sin sentido. Construía puentes que no atravesaban ríos ni vacíos, túneles sin bocas de entrada o salida. Invitaba a veganos a grandes parrilladas e inauguraba peluquerías para calvos.
La reina temía que los errores de su esposo terminaran costándole el reino y hasta su propia vida. Por tal razón, le propuso:
– Amado esposo, rey Amargus. Mi intranquilidad por su destino me tiene acongojada. Por el amor que os tengo, autoríceme a traer de una isla lejana una planta curativa que lo puede tranquilizar y hacer reír, y dormir por semanas.
– ¿Qué has dicho, amada Cupela? Eso que te han recomendado pareciera que es marihuana.
– Sí, tengo entendido que así la llaman.
– ¡Jamás! Nunca probaré semejante porquería. Prefiero morir de insomnio antes de convertirme en un rey marihuanero, Cupela mía.
Incluso cometiendo algunos disparates y dislates, el rey gozaba de una inmensa popularidad. Su pueblo se sentía seguro al ir a descansar; tanto confiaban en el rey Amargus, que todos dormían con las puertas y ventanas de sus casas abiertas de par en par.
Pero no todos estaban contentos. Los militares estaban molestos y fastidiados de custodiar durante largas noches tranquilas y aburridas. A los sacerdotes tampoco les acompañaba la alegría, se sentían agotados de tanto rezar por encargo de la reina Cupela I.
Las tensiones con ambos poderes tenían que ser calmadas. Así que Amargus II decidió agasajar con obsequios al cardenal y al general. Al clérigo, le regaló cientos de variadas colecciones de revistas con suscripción ilimitada. Y al castrense, un regimiento de pícaras y complacientes damiselas que alegrarían la noche en los cuarteles.
Pero el cansancio del rey Amargus II le hizo cometer una equivocación más grave que todas las anteriores. Debido a su falta de concentración, invirtió las direcciones de los destinatarios: las revistas fueron a parar a las barracas y, las traviesas féminas, a los monasterios.
La respuesta escrita por el cardenal Hipocritus no tardó en llegar, esta decía:
Su majestad, Amargus II, hemos recibido su obsequio. Viniendo de su parte, estoy seguro de que debe ser de gran utilidad, pero espero disculpe mi ignorancia. Nunca he estado ante esta figura, ¿podría usted explicarme cómo actuar?
A Amargus II le extrañó que el más alto representante de una institución tan letrada no supiera leer las revistas enviadas. «Debe estar extenuado de tanto rezar», pensó. Así que, con mucha comprensión, redactó una respuesta didáctica:
Querido Cardenal Hipocritus, entiendo su lapso en el tema. Le confieso que a menudo me pasa. Es que esto de la memoria, con el tiempo, se vuelve un problema.
Como entenderá usted, luego de contraer nupcias con mi querida Cupela Georgina, yo tampoco tengo mucho tiempo para ese entretenimiento. Aun así, le explicaré cómo lo hacía en mi época de juventud, cuando todavía era un príncipe soltero y me apasionaba más el tema.
Le admito que, por mis manos, pasaron muchas parecidas a la variedad que le envié, solo que ahora son más modernas y atrevidas.
Empecemos por el principio. Si hay alguna que le llame la atención a primera vista, no lo medite más, esa es la elegida. Éntrele con todo hasta acabar y, si aún queda con ganas de más, entonces puede saltar a otra.
Si este no es el caso, véalas detenidamente por delante, ellas en su cara detallan todo lo que tienen en su interior. Si todas parecen similares, está equivocado, créame que no lo son. Cada una tiene su encanto: están las que muestran misterio, ingenio, aventuras… incluso hay religiosas. Estas últimas, estoy segurísimo de que le gustarán mucho a usted, cardenal.
Si lo anterior no resulta, no se desespere, estoy seguro de que habrá una hecha a su gusto.
Entonces, olvídese de verlas por el frente y deles la vuelta. Enfóquese en la parte de atrás. Esa es la sección más comercial debido a lo llamativa que es. Seré franco, usted no merece menos de mí: muchos se deciden a comenzar por ahí, gracias al contenido de la parte trasera. En lo personal, yo no empiezo por allí, lo siento poco elegante, además de chabacano. Es que las cosas deben usarse para lo que son y la parte posterior, querido cardenal, no está concebida para eso. Esa sección únicamente es para ojearla, a lo máximo manosearla, pero nada más. Es pura publicidad y por la que se paga un dineral.
No me haré pasar por un santo. ¿Quién más que usted conoce mis pecados, señor cardenal? Admito que, una que otra vez, oí al propio Lucifer susurrarme “Amargus, empieza por atrás, empieza por atrás” y no pude resistir la tentación, cayendo en ese indecente pecado. Aprovecho esta misiva, señor cardenal, para que me perdone esos deslices de juventud.
Volvamos al tema. Si esto de verlas al anverso y al reverso no resulta, no se impaciente, todo en esta vida tiene solución. Hágalo como lo hacía yo en mi juventud, póngalas todas una al lado de la otra, sobre la cama. Luego, ábralas por el medio, debo confesar…, ¡otra confesión más, por Dios! Ya que en este paso… yo me detenía a olerlas. Sé que suena algo extravagante y hasta pervertido, pero cuando son nuevas, o con poco uso, tienen una aroma especial que, con el tiempo, lamentablemente se desvanece.
Disculpe el peculiar inciso y prosigamos. Ya abiertas todas encima del lecho, mostrando cada una de qué se tratan, picotee algo de aquí y de allá, de una y de otra, salteando, probando, y así sabrá cuál preferir.
Lo demás depende de usted. Solo queda introducir en la que elija todo su intelecto, meterse de lleno, pues. Haga lo mejor que pueda, no se preocupe si su intelecto es grande o pequeño, eso dicen que no importa, solo ponga su mejor concentración hasta terminar.
Por cierto, una recomendación final. Hablando de terminar, no cometa el error, apreciado cardenal, de finalizar la actividad apresuradamente. Aparte de que así no se disfruta, esto de acortar los tiempos no es bien visto. Y si le sucede, porque no lo puede controlar, mi consejo es que lo trate inmediatamente con un terapeuta especializado.
Espero que estos datos le sirvan de ayuda y, por favor, disfrute mi regalo. Se lo he enviado de puro corazón.
Con aprecio.
Amargus II.
Terminada y enviada la carta, Amargus se dijo: «Con tal que el general Pantaletus no me pregunte qué hacer con las damiselas, todo está bien».
El general no manifestó con palabras escritas la indignación que le causó el regalo de mal gusto, ya que era muy difícil para él escribir y leer. Así que decidió responder con una intentona golpista. Esa misma noche, comandó a un regimiento ofuscado e iracundo a tomar el palacio real.
Al percatarse del movimiento insurreccional, la valiente reina Cupela I logró escapar del palacio y llegar a la basílica para pedir ayuda. Al entrar por el área de los dormitorios, consiguió al cardenal practicando fervorosamente lo que el rey en la carta le había detallado.
Superado el embarazoso momento, la reina Cupela explicó a Hipocritus sobre el alzamiento militar. Este, indignado, ordenó que de norte a sur y de este a oeste las iglesias hicieran su campana repicar. Con todo el pueblo alertado, sacrificó una noche de sueño para defender a su rey, logrando frustrar el golpe militar y apresar al general Pantaletus junto a sus rebeldes.
Amargus II, como resultado de los sucesos, emitió tres decretos:
- Primero: El castigo para los militares sería condenarlos a cadena perpetua, confinados en una biblioteca lejana.
- Segundo: Como agradecimiento real, complacería el pedido del cardenal de enviarle más variedad de “revistas” similares al obsequio anterior.
- Tercero: Autorizó la importación de la famosa planta cultivada en esa isla lejana. La que quizás se llama, marihuana.
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