A sus 33 años y después de tanto remar en la barca del esfuerzo, Carlos Medina comenzaba a ver tierra firme. Los logros de su vida estaban tomando forma.
Su travesía no la había hecho solo. A su lado estaba Alicia Quintero, su esposa, a quien conoció en la facultad de derecho como compañera de estudio, cuando ella se perfilaba a recibirse en leyes con la mención de suma cum lauden. Pero prefirió abortar, metafóricamente, su graduación, antes de abortar a su bebé en un embarazo no planificado, además de riesgoso.
Aun así, entre biberones y pañales, Alicia apoyó desde casa con sus amplios conocimientos para que su esposo litigara con excelentes resultados. Ambos se habían convertido en un buen equipo legal.
Luego de dar a luz, Alicia intentó regresar a la universidad para terminar su último año de carrera, pero un segundo embarazo con similares tropiezos de salud le hizo desistir nuevamente, guardando las ganas en la galera del olvido.
Esa mañana, Carlos estrenó un traje de sastre color café, una camisa blanca y una fina corbata azul. Toda su indumentaria era parte del vestuario con que escenificaría su personaje de abogado exitoso. Alicia, aun en bata de dormir, le sirvió una taza de café y acomodó el nudo de su corbata diciendo:
– Si la contraparte pide anulación del juicio, usa la jurisprudencia del caso Martínez contra Ferrer de 1987. Con ese precedente acorralas al juez y ahí, en ese momento, pide de una vez que dicte la sentencia. Ese caso es tuyo, mi amor.
– Ali, mejor anótamelo en la libreta. Sabes que esos detalles siempre se me olvidan.
Alicia hizo lo que su marido le pidió, y terminó de alistar a los niños para que su papá los llevara al colegio.
Al encender el auto, Carlos respiró la fragancia del triunfo.
– Si el éxito tiene aroma, tiene que ser este – se dijo a sí mismo, mientras calentaba el motor e inhalaba con placentera cautela el olor virginal de la tapicería de piel de su deportivo nuevo.
Comprarse la edición limitada del vehículo del momento no fue una tarea fácil de lograr. Solo las influencias de su jefe y mentor, el doctor Alcalá, permitieron a Carlos disfrutar de ese privilegio de pocos, ya que la agencia que le vendió el flamante vehículo era cliente del bufete de abogados Alcalá & Asociados.
La primera parada de su deportivo fue para dejar a sus pequeños, Carlitos y Mariana, en el colegio. Ahí tuvo la primera señal de que su gloria poseía efectos magnéticos, cuando la joven y guapa maestra de Mariana fue atraída como un imán de nevera a la puerta del copiloto para recoger a los niños. Luego, se inclinó ligeramente hacia el interior del auto para saludar a Carlos, dejando a su vista una breve silueta de sus redondos y esponjosos senos.
La segunda parada fue en el quiosco del periódico. Ahí, el ahora cotizado abogado se evitó la acostumbrada bajada del carro para tomar los diarios que acostumbraba a leer. El señor Virgilio, dueño del puesto y que se jactaba con peculiar amargura de no ser sirviente de nadie para estar entregando a cada cliente su periódico, rompió el protocolo cuando, con impertinente curiosidad, hizo el despacho a domicilio y se quedó reparando cada detalle del tablero del deportivo.
La tercera parada fue la más larga. Esta vez, Carlos coincidió con el juez Palmar en el estacionamiento del juzgado, quien no pudo disimular la sorpresa de ver al joven litigante bajarse de semejante máquina, irradiando una imagen de solvencia envidiable. El magistrado alabó su logro con la distancia debida.
Ya dentro del juzgado, lejos de la energía que le daba su talismán deportivo, la faena legal se dio sin contratiempos. Carlos se mostraba lúcido, ágil y confiado; fue inevitable prevalecer sobre su contraparte. Luego, se dio el momento que Alicia había vaticinado: la parte demandada, persiguiendo una chapucera estrategia, pidió la anulación del juicio. En ese momento, Carlos sintió que pronto haría la mejor escena de su vida profesional. Recorrió como un pavo real el espacio que separaba su puesto de la tribuna del juez, con las manos dentro del bolsillo de sus pantalones, y se detuvo frente a la máxima autoridad del tribunal:
– Señor juez – dijo – Lo que solicita la parte demandada es inviable jurídicamente, según el precedente del caso Martínez contra Ferrer de 1987. Por tal razón, pido que no se tome en cuenta la petición y, con su venia, usted proceda a fijar la sentencia correspondiente.
El juez accedió a la petición del abogado demandante. La jurisprudencia esgrimida era inequívoca, solo una enciclopedia ambulante podía sacar ese as bajo la manga y también aquello hacía sentido, porque una mente tan brillante no podía andar en otro auto que no fuera el deportivo edición limitada.
Al llegar al bufete, la noticia sobre la impecable actuación de Medina ya había llegado a oídos del doctor Alcalá, que invitó a todo el personal al mejor piano bar de la ciudad para celebrar la victoria millonaria conseguida por su pupilo.
Antes de salir al agasajo, Carlos hizo una llamada de pocos segundos a Alicia para dejarle saber que todo había salido como ella lo intuyó. A continuación, le dijo que su jefe lo había invitado a festejar el logro, y que quizás llegaría algo tarde, pero no lo suficiente para que ambos se tomaran un vino por conseguir otra victoria más de la dupla perfecta.
Susana, una pasante del bufete investida por una belleza exuberante y exótica, estuvo presente cuando el doctor Alcalá – después de dos tragos – le comentó a Carlos:
– ¿Cómo se te ocurren esas geniales ideas en frente del juez? ¡Eres una máquina ganadora!
Carlos se quedó callado. Sintió que no era un buen momento para compartir los créditos con Alicia.
– Si esto sigue así, Carlitos, creo que tendremos que cambiar el nombre de la firma a Alcalá, Medina & Asociados.
Esa gota de adrenalina hizo desbordar el vaso de irracionalidad de Carlos. Después de proyectar su futuro de manera tan prometedora, se sintió dueño del mundo, el merecedor absoluto de todo, provisto de una patente de corso que lo autorizaba a pisar donde él quisiera. Y claro, Susana estaba dentro del territorio de sus permisivas licencias.
Ella y él no dejaron de bailar toda la noche. Cada canción los hacía acortar la distancia entre risas, agarradas de mano y cintura, y fugaces besos. Ese era el nuevo idioma de ambos. Al finalizar la celebración, la joven y despampanante pasante le pidió a Carlos que la llevara a casa. Al subirse a su deportivo, supo que esa chica armonizaba perfectamente con la audacia atrevida de su vehículo.
Con varias copas entre pecho y espalda, ambos ocupantes se permitieron deslizarse entre juegos de seducción y complacencias carnales. Carlos se propuso, sin mayor reparo, comerse todas las luces rojas que de otro modo hubieran evitado cometer la infracción del adulterio.
A la mañana siguiente, su cuerpo estaba inservible por la resaca de la noche anterior, así que Alicia tuvo que llevar a los niños al colegio y decidió llevarse el auto nuevo que aún no había podido estrenar. Su primera decepción fue que el carro olía más a perfume de mujer que a nuevo; la segunda, encontrar la corbata recién estrenada de Carlos contaminada de labial y la tercera – la más fulminante, aunque poco original – hallar entre las divisiones del asiento trasero unos pantis negros enrollados como una serpentina. Y por si acaso quedaba alguna duda al respecto, también encontró una pequeña nota en el portavaso del vehículo que decía: “Gracias por traerme a casa y más”, firmada por una tal Susana.
Alicia detuvo el auto en el hombrillo de la vía para llorar lo que tenía que llorar. Solo dedicó a la tristeza el tiempo necesario para sudar la fiebre de la traición e, inmediatamente, sacó de sus reservas la fuerza necesaria para afrontar el engaño con su mejor arma: la inteligencia.
Regresó a casa como si nada hubiera pasado. Le dejó preparada una sopa al canalla, con una cariñosa nota diciéndole que tenía que ir a pagar algunos servicios de la casa y que aprovecharía para ir al dentista.
Alicia se vistió de manera sobria, tomó su auto – la vieja camioneta familiar, para no levantar sospecha – y se dirigió a su primera parada, la universidad. Se inscribió en el último año de derecho.
Luego, fue al despacho del doctor Alcalá y le dejó saber lo que, hasta entonces, desconocía. Le aclaró que su pupilo no era más que un ventrílocuo de sus conocimientos, que la que manejaba el departamento del ingenio en la familia era ella, y no el fanfarrón que había escogido como esposo. Entonces, le propuso lo siguiente:
– Yo le voy a demostrar que la que gana los casos soy yo. De hoy en adelante, yo elegiré y le notificaré en qué litigios su pupilo contará con mi asesoría, y en cuáles no. Ahí se dará cuenta de mis conocimientos, porque le pasaré un informe confidencial de mis estrategias para cada juicio. Usted verá en su cuenta bancaria cuánto dinero le hice ganar a través de mis asesorías a “Carlitos”, como usted llama a la joyita que tengo de esposo. Pero sobre todo, extrañará el dinero que perdió en los casos que mis conocimientos no iluminaron al títere. Dentro de un año, quizás menos, después de recibirme de abogado y usted haya constatado que todo esto es cierto, hablaremos de otras condiciones.
Aunque algo perplejo por la reunión privada e inesperada, el doctor Alcalá aceptó las condiciones de juego de la preparada mujer.
Al salir de la reunión, Alicia se topó en el pasillo con una chica voluptuosa y sensual e intuyó que no podía ser otra que la firmante de la atrevida nota.
– ¿Tú eres Susana? – preguntó, haciéndole un escaneo de arriba abajo. Entonces, confirmó que era una rival muy bien equipada.
– Sí, ¿y usted? – respondió Susana, extendiendo su brazo para saludar con formalidad.
Al conectarse ambas manos, se encendió una película en la mente de Alicia. La imaginó recostada en el asiento trasero del auto de su marido, despojándose de su ropa interior entre intermitentes y sensuales jadeos.
– Yo soy una conocida del doctor Alcalá – respondió Alicia y, sin más explicación, abandonó el bufete.
Al regresar a casa con extrema normalidad, Alicia le comunicó a Carlos que retomaría la facultad de derecho y que esperaba su apoyo. Además, acotó que quizás no podría ayudarlo en sus casos como antes.
Carlos, con remordimiento por haber cruzado la noche anterior los límites de la honestidad, aceptó sin condiciones.
Esa noche, como otras que seguirían, Alicia accedió a tener sexo con su desleal compañero. Se lo tomó con un pragmatismo increíble. Carlos ya no era su esposo, solo era un amante, un consolador de carne y hueso. Lo que sí tuvo que aprender la reinventada Alicia fue a convivir en cada encuentro sexual con la imagen invasiva y repetida de la traición: Susana postrada en el mueble trasero del auto, respirando entrecortadamente mientras su diminuta pantaleta se desprendía de su entrepierna.
Como propuso en la reunión, Alicia escogía los casos en los que apoyaría a Carlos, y así este fue perdiendo el invicto que lo calificaba como «el genio de las leyes». Poco a poco, empezó a dejar de ser el niño consentido de Alcalá. Solo ganaba los pleitos que Alicia apadrinaba, y perdía los que su esposa condenaba.
Pasados ocho meses, Alicia se recibió como Licenciada en Leyes con mención honorífica. Al día siguiente de la graduación, pasaron dos cosas:
Primero, Alicia le confesó al menguado Carlos que siempre supo lo de su infidelidad y que su castigo no sería el divorcio. Esa era una condena muy leve. En cambio, lo sentenció por el resto de su vida juntos a quedarse viendo, humillado, el descomunal éxito de su esposa. Además, le advirtió que en el momento que a ella le provocara comerse la luz roja con un pasante, un colega o quien ella quisiera, lo haría. No se trataba de una venganza, sino de un acto de justicia.
En segundo lugar, Alicia fue a reunirse con el doctor Alcalá y, teniendo de su lado la fuerza de los hechos, negoció los nuevos términos del naciente bufete Alcalá, Quintero & Asociados. Pidió no despedir a Carlos, pero sí transferirlo y enclaustrarlo a ser encargado de los archivos del bufete. También solicitó a su nuevo jefe y socio el interceder con sus amigos del concesionario, para conseguir la edición especial del nuevo deportivo del año.
Por último, exigió que su asistente fuera la monumental Susana, a quien invitaría a salir en su deportivo nuevo para que dejara de ser la protagonista de sus ardientes y repetidas fantasías. Mejor convertirse en una excitante y atrevida realidad.
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