Robar libros no es un delito, decía Roberto Bolaño.
Mi necesidad de leer no ha llegado a tanto, hasta ahora. No poseo ni la destreza ni la sangre fría para recurrir a ese método tan arriesgado con tal de llenar los espacios vacíos que tiene mi nueva biblioteca.
Mi antigua estantería, la de mi vida pasada –antes de convertirme en inmigrante– estaba repleta de libros. Casi todos eran míos, no porque algunos no los hubiera comprado –en ese aspecto, era su legítimo dueño– sino porque dicen que los libros no son verdaderamente tuyos hasta que los lees. Y en ese sentido, aún me faltaba adueñarme de varios.
Lo que más me dolió de abandonar esa colección literaria que tanto me había costado acumular, era no saber en cuáles manos quedarían. ¿A qué mentes estimularía, qué almas nutriría, a qué afortunados le abriría nuevos caminos a la imaginación?
Por lo poco que supe desde la distancia, mis libros no corrieron con buena suerte. Quienes se abalanzaron sobre ellos no tenían una verdadera pasión por la lectura. Los tomaron porque eran gratis, solo por eso.
A Cien Años de Soledad y su realismo mágico, ahora le esperan muchos años más de soledad. Los Detectives Salvajes terminó en la basura luego de que su nuevo dueño se decepcionara, porque había pensado que era un episodio inédito del Chavo del 8 (es que, claro, confundió al autor –Roberto Bolaño– con otro gigante de nombre parecido – Roberto Gómez Bolaños (Chespirito)–.
Confesiones en la Catedral tampoco se salvó, incluso siendo del Premio Nobel de Literatura, Mario Vargas Llosa. Sé que lo llevan todos los domingos a la iglesia, creyendo que es un libro religioso.
Pero, ¿qué importa ya si una pila de mis libros se usa como peso para que una puerta no se cierre o como una intelectual arma exterminadora de moscas y mosquitos? Es el precio de dejar atrás, una amarga cuenta que todo inmigrante debe pagar.
Cuando empecé a intentar llenar mi nueva biblioteca, me encontré con una barrera difícil de derribar: los precios. Una quincena de pago, luego de saldar tus deudas, solo alcanzaba para comprar un título, si acaso. No me sentía para nada optimista con el tiempo que me tomaría poseer una austera, pero decente biblioteca en mi nuevo hogar.
Hasta que un iluminado, uno de esos ángeles que se hace pasar por persona y atraviesa tu camino, me bendijo con su conocimiento diciéndome: ¡cómpralos usados, son más baratos!
No me dijo ni dónde, ni cómo hacerlo. Era un ángel, no un asesor literario. Tampoco podía exigir tanto. Me dediqué a investigar y supe que muchas bibliotecas, a lo largo y ancho de la unión americana, rematan los excedentes de su inventario a precios irrisorios y en excelentes condiciones. Tanto así que, en lugar de comprar uno nuevo, podía comprar 3 o quizás 4 usados.
Les confieso que la primera vez no me sentí satisfecho de hacerlo. La sensación del estreno era un placer que hubiese querido no ahorrarme, pero no había mejor punto de equilibrio para evitar arruinar mis finanzas y, claro, no tener que robar libros. Aunque Bolaño dijera que no era un delito, dudo que me sirviera de mucho ese alegato ante la justicia si me sorprendían infraganti.
En el primer lote de cuatro libros que compré, hallé mi primer título embarazado. Si ya no eran vírgenes, no suponía un disparate que estuviesen preñados. Se trataba de Los Amigos que Perdí, de Jaime Bayly. El libro narra la historia de Manuel, un escritor que pide disculpas a través de cartas a varios amigos que perdió por servirse de ellos como inspiración en su primera y exitosa novela.
Para mí, Bayly no es un escritor, es más bien un kamikaze que escribe. Va con todo a la hora de narrar, las atrevidas ruedas de sus novelas no tienen frenos. Este libro no era la excepción. Rápidamente, me empecé a enganchar con la primera carta de disculpa que Manuel le escribe a Melanie, una de sus víctimas literarias… Pero entonces, en la página 26, me encontré una hoja suelta. Era un pequeño recibo de pago que fue usado para marcar esa página, estaba a nombre de Emilce Azcarate y el concepto era por copago de una cita con el oncólogo.
Al principio no le di mayor importancia. ¿Quién no ha tomado alguna vez un pedazo de papel cualquiera como marcador de páginas?
No soy un lector metódico, ni organizado. Soy más bien un depredador de páginas. Si un libro me engancha, no lo suelto hasta el final. Así que un par de horas después, ya estaba en la página 77 dedicada a Daniel –el segundo destinatario de las cartas de arrepentimiento de Manuel–. Entonces, otro recibo de Emilce, esta vez del pago de los resultados de unos análisis. Al reverso del recibo, leí una frase escrita en tinta azul: “Tengo cáncer”.
Mi mente escenificó de inmediato el momento en que Emilce escribió esas duras palabras como un acto de aceptación y resignación al saberse enferma. Seguidamente, mi dedo pulgar repasó velozmente las páginas restantes del libro como un acordeón y descubrí que, en las páginas 163, 303 y 378, había más de estos marcadores genéricos con mensajes ocultos. Decidí dejarlos en su sitio para, de esa manera, no alterar ni contaminar su esencia. Me encontraría con ellos a medida que avanzara en la lectura.
Tenía dos historias en un mismo libro. El publicado seguía contando la experiencia de Manuel y su afán por conseguir el perdón de los que fueron alguna vez sus amigos; pero al mismo tiempo, había otra historia sin editar, que se gestaba dentro de las entrañas de ese libro de segunda mano.
La página 163 trataba la amistad con Sebastián, un famoso actor con un amorío secreto. El marca páginas improvisado, que contaba la historia paralela, correspondía a otro talón de pago. Esta vez era por una sesión de quimioterapia y el reverso estaba abarrotado de planas que decían: «Tengo fe, tengo fe, tengo fe», y como si fuera el resultado de una fórmula, había una sentencia final: «Todo saldrá bien».
Página 303. El autor detalla la relación con el cuarto amigo de Manuel, el doctor Guerra, un personaje culto y refinado que apoyó su carrera de escritor. Mientras que, en las memorias de Emilce, el separador correspondía a una segunda sesión de quimio. La leyenda personal de Emilce contenía una afirmación, la sentencia del juzgado de la esperanza: «Todo saldrá bien».
En la página 378, faltando solo 5 páginas para terminar el libro, leí el mensaje final de Emilce. Estaba escrito en un último comprobante de pago de análisis. De inmediato, como un acto reflejo, lo volteé rozando el desespero y leí una de las frases: “El cáncer sigue ahí, nunca se fue». Además, había un improvisado testamento: «Para Camilo, la casa de Miami. Para Laura, el apartamento en New Jersey». Ambas reparticiones estaban acompañadas de un pequeño corazón. Imagino que se trataba de sus hijos.
Aquel libro se hizo mucho más especial para mí cuando logré que su autor, Jaime Bayly, escribiera y firmara una dedicación.
Cuando reviso mi biblioteca –aun en crecimiento– y me topo con ese título, no puedo evitar preguntarme cómo habrá terminado la historia de Emilce. La he imaginado cenando con Camilo y Laura, sana, recuperada, abrazándose con más fuerza y gozo a la vida.
La aguafiestas de mi lógica me dice que, muy posiblemente, ese no haya sido el desenlace y que, quizás, ella no está entre nosotros. Pero mis ganas de soñar se sublevan ante el mal pronóstico y pienso que, sí pude encontrar su historia dentro de un libro, todo es posible. Hasta superar el cáncer y mas.
De eso se trata la literatura, de tener la posibilidad de crear tus propios universos.
Rossana
No tengo palabra alguna que exprese el sentir durante la lectura de estás líneas💖
Américo
Rossana, para mi es un honor que te hayas tomado el tiempo para leerlas. ¡Un gran abrazo!💕
Maximiliano
Cada historia de Drivers es mejor que la anterior y ambas son muy buenas. Gracias
Alexandra
Hermosas palabras. Y también imagino que Emilce logro superar su cáncer y está feliz viviendo con sus hijos escribiendo nuevas páginas en la historia de sus vidas.
Américo
Gracias por leerlo Alexandra! Si, yo también espero lo mismo🙏🏻 ¡un abrazo!