Web del escritor Américo Ramírez

Basado en hechos reales

Un ataque de ética

Todos los transeúntes, que ese domingo se habían alejado tras el susto de las amenazas, regresaron para ver a Cipriano Manrique tendido en el suelo. Estaba inmóvil, ojos cerrados, mano derecha empuñada sobre el corazón y a su lado, de rodillas, su esposa Fernanda, llorando la desgracia. 

Recién el viernes –un día antes de su cumpleaños–, había tenido esta conversación con su cardiólogo, el doctor Armas:

– ¿Estás durmiendo bien, Cipriano?

– No mucho, doctor. 

– Apuesto a que sigues durmiendo con el celular encendido. ¿Es así o no es así? – preguntó Armas, de forma inquisitiva.

– Sí, es así, doctor. Aún duermo sin apagar el teléfono – contestó, algo apenado.

– Pues deberías apagarlo. No estoy nada optimista con esa arritmia que reportó el Holter.

– Imposible, doctor Armas. Usted sabe que no puedo apagarlo, de eso depende mi trabajo. Mi vigilia es para dar tranquilidad a mis clientes, sobre todo ahora, con la inseguridad que está desbordada en la ciudad.

– Mira, Cipriano, más que como doctor, te hablo como amigo. Tu abuelo y tu papá fueron mis pacientes. Ellos tampoco hicieron caso a mis advertencias de bajar el estrés y los dos murieron por infartos fulminantes antes de los sesenta y cinco ¿Quieres terminar igual? 

– No, doctor, claro que no quiero tener un infarto. 

– ¿Entonces, qué hacemos? – preguntó el galeno acentuando el reclamo – Si continúas con esos malos hábitos, con tu sedentarismo y sumas los antecedentes familiares, te aseguro que tienes un ataque al corazón detrás de la oreja. Disculpa lo directo, pero así están las cosas.

– Yo hago todo lo demás que usted aconseje, pero en lo de apagar el teléfono, no lo puedo complacer.

– Bueno, conste que te lo advertí – dijo el doctor, resoplando con frustración – Te recetaré estas pastillas.

Acto seguido, comenzó a llenar un recetario y añadió: 

– Trata de cargar una siempre contigo, por si acaso te sientes mal. Y también necesito que comiences de inmediato una estricta dieta: cero sal, cero grasas y, muy importante, caminar por lo menos media hora todos los días. Ah, y un consejo más, Cipriano: evita las emociones fuertes. Lo material se queda acá, nada nos llevamos de este mundo. Solo importa la salud. 

– Perfecto, doctor. Así lo haré, y gracias por el consejo.

Cipriano salió esa tarde del viernes del consultorio bien escarmentado. El doctor Armas le había propinado una paliza a su ego, dejando en evidencia su falta de compromiso con su salud. Lo había hecho sentir como un verdadero inconsciente. 

En el trayecto del ascensor hasta llegar al sótano de la clínica, donde había estacionado su auto blindado, fue esgrimiendo en su mente argumentos de defensa para justificarse a sí mismo: 

«Qué fácil es juzgar sin ponerse en los zapatos del otro. Claro que me preocupo por mi salud, pero no voy a faltar a mi ética profesional. ¿Qué se cree el matasanos de Armas? ¿Que yo puedo ir a dormir tranquilo mientras afuera se cae el mundo? Pues no, las cosas no son así de fáciles. Sobre mi espalda llevo el peso de tres generaciones que construyeron un nombre de prestigio, una marca intachable, la excelencia en servicios de seguridad. La reputación de Seguridad Manrique no se vendrá abajo en mi gerencia, eso nunca. Si a mi abuelo y mi padre los mató un ataque cardiaco por mantener en alto nuestra dignidad como familia y empresarios, entonces así moriré yo también».

Al llegar al oscuro sótano en busca de su BMW blindado, puso su mano derecha sobre el mango de la pistola 9 milímetros que tenía en la cintura, escondida bajo el saco, para anticiparse a cualquier ataque de un antisocial. 

Cipriano tenía como principio que la mejor publicidad para un gerente de seguridad era mantenerse invicto e inmune ante el virus de la delincuencia. Nunca jamás sería parte de las estadísticas de la inseguridad ¿Quién confiaría su patrimonio a un profesional que había sido víctima de un robo o atraco? «Nadie» – se respondía siempre a sí mismo. Por eso, guardaba bajo su manga tácticas evasivas para una situación de ese tipo. 

Ya dentro del auto antibalas, sintió un ligero desorden en sus palpitaciones junto con una leve fatiga que le hizo pensar, por un momento, en devolverse al consultorio del doctor Armas. Pero desistió de la idea cuando concluyó que el motivo de su malestar era todo ese rifirrafe mental del médico, que insistía en cuestionar su método de trabajo. Así, prefirió reponerse de la descompostura por sí solo. 

Al bajarse en la farmacia para comprar la receta dada por su médico, siempre con su pistola preparada para confrontar cualquier emboscada, se encontró con un grupo de clientes comentando un suceso recién salido del horno. Unos minutos atrás, una nueva victima había sido despojada de su camioneta 4×4 japonesa, amenazada por unos sujetos con pasamontañas que portaban armas largas. 

De regreso a casa, ya con el medicamento recetado y conduciendo su vehículo alemán blindado, esperaba que el semáforo cambiara a verde cuando el auto que estaba delante fue interceptado por un par de malandrines armados en una moto. Cipriano vio cómo el desafortunado conductor era obligado a entregar su billetera, reloj, celular y demás objetos de valor.

Las recientes experiencias delincuenciales ajenas le sirvieron para practicar mentalmente cómo él hubiera salido de ellas. También volvió a recordar el iluso consejo del doctor Armas, preguntándose a sí mismo: ¿cómo se evitan las emociones fuertes cuando tu trabajo es ofrecer seguridad en esta ciudad envenenada por las toxinas de la delincuencia? 

Entonces, decidió desviarse del camino para entrar a una conocida tienda de deportes y regalarse una caminadora eléctrica. De esa forma, cumpliría con la promesa que le había hecho a su cardiólogo de ejercitarse todos los días, pero sin correr riesgos en la calle. Lo haría dentro de su casa. La entrega a domicilio sería el lunes próximo, dos días después de su cumpleaños. Solo entonces se entregaría al nuevo régimen de cuidados a favor de su salud.

La noche de ese viernes fue ajetreada. Una decena de llamadas del centro de operaciones de su empresa, Seguridad Manrique, le expropiaron de su descanso nocturno. Como siempre, gracias al profesionalismo de un equipo de primera línea que con orgullo dirigía, frustraron seis intentos de robo y dos secuestros exprés, la modalidad delictiva del momento. Esta consistía en tomar rehenes por pocas horas y así extorsionar a los familiares con pagos de rescate jugosos, además de rápidos.

Aquel sábado, Cipriano celebró su cumpleaños número 38 cumpliendo la promesa hecha a su familia de desentenderse –aunque fuera por unas horas– de su ajetreada realidad. Fue un día especial, desde temprano fue colmado del afecto de sus amigos de toda la vida, sus primos y su madre. Lamentó que su padre no estuviera a su lado para ver cómo crecían sus nietos. 

Recibió como regalos las marcas más costosas de ropa e implementos deportivos para estimular su rutina de ejercicios, ordenados por el cardiólogo de la familia. Después de deshacerse de los invitados, su esposa continuó agasajándolo, pero en una fiesta más íntima, solo para dos. Su corazón respondió muy bien a la exigencia del momento. 

Un par de horas después del espléndido encuentro, Cipriano se levantó de la cama con la intención de encender su celular para ver qué había ocurrido en su corta ausencia. Pero al ver el cuerpo dormido y semidesnudo de Fernanda, recuperando las energías consumidas por la pasión, prefirió no dañar la magia del momento. 

Luego, dio una visita a las habitaciones de cada uno de sus hijos para contemplarlos mientras dormían y ahí fue cuando, por primera vez, le dio valor a la llamada de atención de su amigo, el doctor Armas. El éxito no era otra cosa que disfrutar de los suyos, nada más. Entendió que ese día, atiborrado de calor familiar, debería repetirse muchísimo más.

El domingo temprano, eligió no esperar por la máquina para caminar y aceptó la invitación de Fernanda para ejercitarse en el parque de la urbanización. «Los domingos son el día más seguro de todos» – acotó su esposa. El efecto de la pasión desbordada la noche anterior aún no había desaparecido, por lo que Cipriano se puso su nueva ropa deportiva sin dudarlo, guardó una de las pastillas que le había recetado el médico en el bolsillo, y dejó en la caja fuerte su inseparable compañera: la pistola 9 milímetros.

Caminaron hasta el parque, dieron varias vueltas alrededor e, incluso una de ellas, la hicieron de manos entrelazadas. Al terminar su ronda de ejercicios, cruzaron la calle para dirigirse al quiosco de periódicos, el cual estaba bastante concurrido.

Mientras Cipriano elegía su lectura dominical y Fernanda ojeaba algunas revistas de farándula, el chillido de unos neumáticos frenando en el pavimento rompió la tranquilidad del momento. De una camioneta 4×4 japonesa, se bajaron dos sujetos armados con las caras cubiertas y amenazaron a los transeúntes y clientes del puesto de revistas, que salieron corriendo despavoridos del epicentro del suceso. 

Sujetaron de cada brazo a Cipriano –lo escogieron porque era el que mejor estaba vestido– e intentaron a empujones meterlo en la camioneta. En medio del ajetreo, lo único en lo que podía pensar el genio de la seguridad era en la vergüenza de perder el invicto frente al hampa. Imaginó a su padre y a su abuelo reclamándole su despiste, y a los competidores de la industria burlándose de él. Por último, como un pensamiento casi fotográfico, vio su pistola descansando holgazanamente en su caja fuerte.

En ese momento, su cuerpo se desvaneció mientras su cara se desfiguraba en un gesto de intenso dolor…

– Me duele el pecho, me duele el pecho. Por favor, mi pastilla, mi pastilla… 

Hasta que dejó de respirar.

El cabecilla de la banda, el mismo que había amenazado a los demás vecinos, dio la orden:

– Dejémoslo, ese tipo ya está muerto. 

Inmediatamente, los soldados del crimen arrancaron a toda velocidad, huyendo de la escena. 

Todos los transeúntes que se habían alejado tras el susto de las amenazas, regresaron para ver a Cipriano Manrique tendido en el suelo, inmóvil, con los ojos cerrados, su mano derecha empuñada sobre su corazón y a su lado, de rodillas, su esposa Fernanda… Llorando la desgracia.

Cuando el bullicio se hizo más fuerte y los comentarios de lo sucedido comenzaron a hacer eco entre la multitud, Fernanda escucho cómo los pulmones de Cipriano exhalaban el aire contenido mientras él preguntaba en voz baja, abriendo un solo ojo:

– ¿Ya se fueron? ¿Ya se fueron?

Fernanda contestó, confundida y desorientada: 

– Sí, mi vida, ya se fueron.

– ¿Segura?

– ¡Sí, segura!

Entonces, Cipriano se levantó del piso como si nada, sacudió un poco su costoso traje deportivo y dijo a los mirones:

– ¡Aún sigo invicto! Mejor espero que llegue mi caminadora eléctrica. 

Se fue a casa tomado de la mano de su esposa, aplaudido por todos los asistentes, que celebraban su genial audacia de fingir un salvador ataque al corazón.

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