Adrián estaba nervioso, no sabía por dónde empezar. Aunque, en las últimas horas, había ensayado cómo decirlo, estaba convencido de que la práctica y la teoría eran cosas muy distintas.
Trataría un tema inédito, por lo menos para él. Así que las dudas y la inseguridad eran sus consejeras.
Tenía un discurso preparado con introducción, desarrollo y conclusión. Le recordaba a las exposiciones de biología que hacía en bachillerato con sus compañeros del equipo B, solo que ahora lo haría en solitario y para un solo oyente.
Lamentó no poder usar esas pequeñas láminas de cartulina, las fichas bibliográficas, que le ayudaban a recordar alguna palabra difícil y extraviada de su memoria, como ácido ribonucleico. Su ponencia tocaría un tema controversial con términos mucho más complicados que la bendita cadena que formaba el ácido nucleico.
Un toc toc en la puerta de la habitación del joven Adrián anunció que la hora de su intervención había llegado. Ese ruido contra la madera también desordenó y borró gran parte del contenido de su exposición. Posiblemente, los nervios lo harían empezar por la conclusión, desarrollar la introducción y concluir con el desarrollo.
Victoria se asomó detrás de la puerta. Lucía fresca y serena, además de hermosa. Llevaba puesto un vestido azul con una medida perfecta: era lo bastante corto para sugerir, y lo suficientemente largo para no evidenciar.
Victoria le dio un corto beso en los labios y se sentó en el borde de la cama, haciendo descansar su pierna derecha sobre la izquierda. Un atractivo y generoso muslo quedaba al descubierto, dejando brotar un conato de piel de naranja, que lejos de afear su cuerpo más bien lo glorificaba. Era la imperfección de la perfección.
Todo esto desconcentró aún más al intranquilo Adrián.
Como si fuera poco, Victoria hizo una maniobra delicada y armónica, sosteniendo parte su cabello detrás de la oreja. Era una señal para demostrar interés en el asunto que su novio iba a tratar, pero también era un movimiento que, secretamente, debilitaba la coraza de Adrián.
– Te escucho, mi amor. ¿De qué querías hablarme?
Adrián nunca había terminado con una chica. Era un inexperto en el cruel arte de cómo cortar una relación. Jamás había estado en la posición del que rompe; por triste que suene, siempre se había sentado en el banquillo del acusado para recibir la condena del destierro.
En ese momento, intuyó que su futura exnovia desconocía por completo el motivo de su cita. Eso lo incomodó aún más. «¿Cómo no lo ha visto venir?», pensó. Ahora, iba a tener que justificar su decisión con más palabras y, por ende, con más dolor.
– Victoria, sabes que te quiero, que eres muy importante para mí…
Así empezó el verdugo del amor, y ella confirmó que no sabía lo que estaba por venir cuando respondió de manera graciosa:
– ¡Qué bueno escucharte decir eso! ¡Así me gusta, Adrián, que valores lo que tienes!
El atípico despiste de su futura ex le hizo pensar por un segundo en abortar la misión, pero inmediatamente se recomendó a sí mismo que debía terminar lo que había empezado.
– Hemos estado peleando mucho las últimas semanas, Victoria. Creo que debemos terminar – dijo, sin tanto rodeo.
El choque eléctrico, aunque bestial, dio resultado. La sonrisa se desvaneció de su rostro y, en su lugar, se dibujó una expresión de gravedad.
– ¿Ya no me quieres?
– ¡Te quiero muchísimo! Pero te repito, hemos estado peleando mucho. Toda conversación entre tú y yo termina en discusión. Como amigos, nos reíamos más – se justificó él.
Victoria tomó una bocanada de valentía para mantener la frente en alto y soportar la mirada de su novio. Se decía a sí misma que era fuerte, que no le dolían sus palabras.
– Es mejor que dejemos todo hasta aquí – avanzó Adrián, apuntalando la estocada final.
Aquella sentencia unilateral fue un golpe seco que deshizo el intento de Victoria por mantener su entereza. Entonces, descruzó las piernas y su mirada se fijó en el piso, para así esconder el dolor que le causaba aquella decisión.
Adrián siempre creyó que terminar un noviazgo traería una sensación de alivio para el que termina, pero no. Se sentía miserable con el daño que estaba infligiendo a un ser querido. Era un sufrimiento compartido.
– ¡Qué injusto eres, Adrián! ¿De nada sirvió todo lo que pasamos? – preguntó ella con la voz quebrada, aunque sin levantar la mirada.
Victoria tenía razón. El camino que debieron andar para estar juntos estuvo abarrotado de obstáculos y pruebas que solo fueron superadas gracias a las inmensas ganas que tenían de quererse.
Fue un noviazgo fundado sobre los restos de varios corazones rotos: el de Gregorio, exnovio de Victoria, y el de Martin, ex amigo de Adrián, que compitió sin éxito por su amor.
– Injusto es que nos pasemos la vida peleando. Y sí, claro que sirvió de mucho, vivimos momentos muy bonitos, imborrables. Yo me quedo con eso – respondió él, tratando en vano de que sus palabras anestesiaran el dolor que ocasionaba su dictamen.
– ¿Y si te prometo no pelear más? – preguntó ella.
Adrián no quería poner un pie en el terreno de las promesas desesperadas. Esas ofrendas nunca nacían de la convicción, y menos del propósito de enmiendas. Solo eran propuestas vacías que se esfumaban al poco tiempo.
– No prometas algo que no depende solamente de ti. No lo puedes controlar. No nos hagamos esto, por favor.
– Es que sí lo puedo controlar. Peleo adrede, soy consciente de ello – confesó Victoria, con vehemencia.
– ¿Qué dices? Eso no tiene ningún sentido. ¿Qué ganas con pelear? – preguntó Adrián, confundido.
– ¡Gano mucho! Gano nuestras reconciliaciones – dijo ella – Es mi pequeña teoría del caos. ¿Te lo puedo explicar? – preguntó, volviendo a deslizar su cabello detrás de la oreja.
Acto seguido, cruzó las piernas nuevamente, agrietando con sus encantos la voluntad de Adrián.
Él no respondió, y ella tomó aquel silencio como una aprobación. Además, le pidió que se sentara a su lado para argumentar mejor su hipótesis. Adrián accedió, aunque algo desconcertado.
– No me importó dejar a Gregorio por ti, y tú elegiste lo nuestro sobre tu amistad de toda la vida con Martin. Apostamos todo, sin importar las luces rojas que nos pasamos en el camino. Ese sabor a nuevo desafío y que tanto nos gustó, solo se vive una vez. Enamorarse es la etapa más bonita del amor, y eso lo extraño mucho, Adrián. Lo más parecido a revivir esas emociones, a un volver a empezar, es cuando discutimos y luego nos reconciliamos. Por eso peleo. Y por eso estoy segura de que lo puedo controlar. No es una promesa vacía. No quiero que terminemos, te quiero mucho – concluyó la eficiente expositora.
Adrián estaba confundido. Jamás hubiera intuido por su cuenta la descabellada teoría de su novia.
Victoria tomó sus manos y le pidió que la abrazara, quizás para reconfortarla, o tal vez para que la perdonara por todo lo que había causado su caótica táctica. Él la complació. Ambos sintieron haber caminado por una delgada cornisa junto al vacío.
Durante el abrazo, Adrián no pudo evitar volver a recordar el olor a fresco de su cabello cuando la conoció. Luego, empezaron a examinar con los labios sus rostros, hasta que sus bocas coincidieron en un beso que sabía parecido al inaugural.
Las manos de Adrián se ciñeron a la cintura de Victoria como un descubridor, no como el legal residente de sus caderas. Y con el impulso de las ganas, intentó exprimir –como si jamás lo hubiera hecho– la prematura piel de naranja que se dibujaba en su muslo y que tanto lo enloquecía.
Terminaron haciendo el amor, envueltos en las sábanas del déjà vu…
Pasada la tormenta, consumada la reconciliación y habiendo revivido la génesis de su relación, una Victoria aleccionada prometió cumplir su promesa de no pelear más.
Adrián se quedó callado, habiendo comprobado que la tesis de su novia no era tan disparatada como él creía. Ahora, no sabía cómo decirle que prefería darle continuidad a su loca, arriesgada, pero divina teoría del caos.
Maximiliano Figueredo
Historia cotidiana muy bien llevada. Ligera y mostrando al mismo tiempo lo complejo que somos como seres humanos.Felicitaciones