Web del escritor Américo Ramírez

Pura ficción

Sin señal.

Genoveva y Emilio estaban a las puertas de los 70 años de vida y a punto de resistir 45 aniversarios de boda. El oxido del tiempo los transformo en sombras vivientes, en espectros que respiraban, eran un par de ánimas antipáticas que jugaban a esconderse el uno del otro.

La ida inevitable de los hijos: Mírela, Marcos y el último en alzar el vuelo –Sebastián, el pequeño vástago del matrimonio– convirtió la casa en el teatro de la rutina, un cine en blanco y negro (y además mudo). Ambos padres entendieron que las soledades son contagiosas y endémicas.

Un viernes por la tarde, preparándose los esposos para sumergirse un fin de semana más en el profundo océano del desgano y bucear entre los corales del desinterés, una alerta les movió el piso. La televisión por cable se había convertido en un antipático telón azul chillón que servía de fondo para un anuncio. Decía: “sin señal”. 

Ambos se llevaron las manos a la cabeza. Para ella, el TV de la habitación era donde veía sus telenovelas de narcotraficantes; para él, en el televisor inteligente de 75 pulgadas era donde recibía su dosis (o sobredosis) de adrenalina en el canal de deportes.

Salieron juntos corriendo desesperados a las oficinas de la empresa de cable, donde les notificaron que una falla técnica de gran envergadura afectaría el servicio en su zona residencial todo el fin de semana e incluso podría extenderse un poco más. La empresa de servicio les fue cruel y honesta. No podían hacer nada por ellos, solo debían esperar.

Ya en el auto, los dos transitando el luto por la perdida del único entretenimiento, buscaron planes alternos. Todos tenían un factor en común: la exclusión del otro.

Quedaron en verse esa tarde del viernes con los esposos Manrique. Genoveva se pondría al corriente con su comadre Mariela, hasta ese día se daba cuenta de que tenía unos cuantos meses que no sabía mucho de ella. Don Emilio haría lo mismo con su compadre Alejo, esposo de Mariela. El matrimonio Olavarría hizo esfuerzos por aparentar ante sus amigos que su unión aún era sólida como un fierro.

Se sintieron cómodos con ellos, como siempre, y quisieron prorrogar el buen rato durante el fin de semana que restaba, pero el matrimonio Manrique ya había hecho planes.

Mariela, con extrema delicadeza, le confió a Genoveva –y Alejo, con extrema rudeza, a Emilio– que estaban viviendo un buen momento como pareja. Estaban compenetrados al 100 por ciento.

– Compadre Emilio, la Mariela y yo parecemos unos recién casados. No queremos salir de la cama, todo el fin de semana estamos en eso. Usted sabe, compa, a lo que me refiero. Lo llamamos el maratón del placer. Desde que nuestro terapeuta nos recomendó encender la llama, más bien el fogonazo, estamos gozando un mundo. Esto de los jugueticos sexuales es una maravilla. ¡Cómo los disfruta la Mariela! Ahora es una fiera, hace unas cosas que ni le cuento.

– Compadre, por favor, no me cuente – pidió encarecidamente Emilio.

– Lo único que lamento es el tiempo que perdimos en falsos valores y escrúpulos mojigatos.

La cara del compadre Emilio se paseaba entre gestos de asco, sorpresa, incredulidad y negación.

– Emilio, no sea tonto, hágame caso y pruebe eso con la comadre. Me lo va a agradecer toda la vida. Mire, hagamos algo, se la voy a poner fácil: yo le voy a pedir a mi proveedor de confianza un juguetico, uno que vibre, yo se lo regalo, así le evito una de las partes más difícil que es vencer la vergüenza. Esta gente es muy discreta, en una hora, máximo dos, hacen el delivery. Más fácil imposible.

– No, Alejo, no te molestes. Gracias por tu atención, pero déjalo así. Geno y yo estamos muy bien.

– Se lo vuelvo a decir, compadre, no sea tan puritano. Me lo va a agradecer – repitió Alejo, ya haciendo la llamada al proveedor de los juguetes. El pedido llegó en una hora, envuelto discretamente en una bolsa de una tienda de teléfonos celulares.

Ya en casa, a los Olavarría los volvió a atacar el acoso del silencio, la incomodidad de la soledad… En fin, la condena de la desconexión. Estando acostados en la cama, Alejo se atrevió a decirle a su esposa:

– El compadre Alejo, este medio enfermo, anda en una onda de libertinaje bien extraña.

– Yo también noté eso de la Mariela, a esta edad y ponerse con esas cosas. Deberían respetarse un poco.

– Es tanto el fanatismo del compadre que insistió majaderamente que me trajera uno de esos aparatos diabólicos. Lo acepté para no romper una amistad de años, pero me hizo pasar un mal rato.

– ¡No puede ser! Eso es lo que traes en esa bolsa de la tienda de celulares. ¡Que asco! Antes de botarlo, voy a destruir esa porquería del infierno. 

Al abrir la caja y conseguirse con un falo plástico de color rojo, Genoveva se sorprendió tanto que hizo un movimiento torpe y el aparato cayó encendido en su entrepierna.

Desde ese momento, la casa fue poseída por un hechizo luminoso.

Esa noche del viernes, el techo de la habitación de los Olavarría hizo palidecer el cielo de una noche de 4 de julio estadounidense, repleta de juegos pirotécnicos multicolor.

Los controles remotos del TV, DVD y aires acondicionados amanecieron sin batería, la energía debió ser succionada por el nuevo instrumento de placer.

La mañana del sábado, el compadre Alejo recibió un mensaje en su celular. Decía:

– Tenía razón, compadre, estoy eternamente agradecido.

En solo un par de meses, don Emilio le había obsequiado a doña Genoveva una colección de vibradores de distintos tamaños, funciones y colores. Decidieron llamar a este museo privado “Los Teletubbies”, como el programa que tanto le gustaba de niño a su hijo Sebastián.

El morado era el más largo; el amarillo y el verde eran parecidos en tamaño, pero hacían diferentes movimientos graciosos; y el pequeño rojizo era ideal para llevarlo de viaje. 

Después de las faenas eróticas, los Teletubbies eran guardados secretamente en un pequeño bolso con candado a la espera de la próxima cita.

Cuando quería organizar uno de sus apasionados encuentros, Genoveva cantaba pícaramente en forma de clave “Tinky Winky, Dipsy, Laa–Laa”, y don Emilio complementaba: “Po”.

El matrimonio lucía alegre, reinventado, más vivo que nunca. Sus años dorados brillaban. Tanta era la endorfina que corría por toda la casa, que decidieron cancelar la suscripción de la TV por cable. Los tecnicos ejecutarian la desconexion de un momento a otro

Un mediodía, cuando Genoveva llego del supermercado y limpiaba la casa, encontró en la gaveta de la mesa de noche de su marido a Po. Un sudor frío le recorrió el cuerpo. Se hizo solo tres preguntas:

  • ¿Qué hacía ahí?
  • ¿Por qué?
  • ¿Para qué?

La última respuesta que se contestó fue la que hizo brotar un llanto de indignación y vergüenza. Se sintió tan ofendida, tan burlada que decidió atacar con furia semejante humillación. Se vengaría.

Don Emilio llegó a casa en la tarde, sonriente, divirtiéndose con algo que solo él sabía. Cargaba una bolsa de la empresa de celulares, el contenido prometía, pero se encontró con una Genoveva seca, inaccesible y cortante.

– Emilio, hasta aquí llegó lo nuestro. Me he enamorado de otro, así que quiero que te vayas hoy mismo de la casa.

Él obedeció sin más.

Genoveva, luego de llorar la partida, revisó la bolsa y vio una tarjeta que decía: “Te presento a Dragon Ball, el nuevo miembro de la familia”. Al destapar el envoltorio, observó un artefacto con múltiples extremidades y aspecto colorido y estrambótico.

Los dos pensaron al mismo tiempo, pero en sitios distintos.

– Después de viejo maricón…

– Después de vieja puta…

Pasaron los meses y el brillo desapareció, opacó a ambos. Volvieron a ser fantasmas, pero separados. 

Don Emilio fue a vivir con su hija, Mírela, quien le acondicionó un cuarto con una TV de 85 pulgadas para amortiguar la tristeza de su papá.

En un cumpleaños familiar, el encuentro de la expareja fue inevitable. Genoveva estaba más serena, había entendido que debía respetar la nueva inclinación de Emilio. Así que lo saludo con aprecio y un poco de misericordia:

–¿Qué tal las cosas, Emilio?

– Ahí vamos, Genoveva, poco a poco.

Ella le dio un par de palmadas cariñosas en la mejilla, como muestra de tolerancia.

Él se animó a decirle:

– Genoveva, ¿sabes que hay algo que nunca te conté y de lo que todavía me rio?

– ¿Qué cosa? Cuéntame.

– La tarde de tu confesión, yo llegué riéndome porque la empresa del cable me aviso que los técnico estaban en camino a desconectar los equipos, y una de las conexiones estaba justo al lado del bolso de los teletubbies. Cuando intente reubicar el bolso se me cayó y empezó a vibrar. Ya los de la empresa del cable estaban tocando el timbre, me puse nervioso y abrí el maletín y vi que era Po el juguete encendido, lo apagué lo más rápido que pude, pero no tuve el tiempo para volver a ponerlo en su sitio. Así que lo dejé en la gaveta de mi mesa de noche – le contó, inocente.

Genoveva recibió como un baño de agua fría, la aclaración de una duda que la hizo cometer un gran error. Disimuló un trago de saliva y dijo:

– Po, siempre travieso y desobediente. ¡Hasta luego, Emilio!

– ¡Adiós, Geno!

Al rato de terminar la celebración, Mírela le entregó a su padre un sobre cerrado con su nombre, la letra era de Genoveva. Lo abrió y leyó:

Nunca he dejado de amarte, Cometí un gran error. Si estás dispuesto a perdonarme, me gustaría que me presentaras a Dragón Ball. Eso sí trae suficientes baterías de respuesto.

Con amor, Geno.

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